sábado, 6 de noviembre de 2010

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Hablaba con mi sueño cuando entró. Abrió la puerta con tanta fuerza que el espejo se asustó. Se detuvo un instante antes de tomar coraje y avanzar. Tomó la silla de caña que vivía al costado de mi cama, y se sentó. Clavó su mirada en mis pupilas y detuvo el tiempo. Sin decir nada, en silencio. Su pelo, que se había vuelto gris, envolvía un rostro colmado de grietas, que supo ser liso y llano alguna vez. Sonreía, con esfuerzo. En silencio. Estaba cansado. La vida había sido absurda con él. Y él se había dado cuenta. Su respiración era pausada, su corazón estaba en paz, aunque su voluntad yacía tras de sí, hecha trizas. La calma abundaba en la habitación que, a oscuras, era cómplice de un recuerdo, de una vida. Habían sido confidentes, habían sido enemigos íntimos. Habían sido todo. Haciendo un ademán, tomó mi mano y la besó. Alzó su cabeza y sonrió. Hablando con sus ojos, gritando con su alma, intentaba hacerse oír. Quise hablar, quise yo también hacerme escuchar. En ese instante un frío me acorraló. Se puso de pie y dio un paso hacia el costado como queriéndose alejar. A tientas se dirigió hacia un mueble y tomó un saco azul. Suyo. Lo observó, lo sintió, lo olió y volvió a colocarlo sobre nuestro alzapié. Se volvió y me dirigió una ojeada que anunciaba una emergencia. Brotaron lentamente de sus mejillas las lágrimas que habían querido emerger hace algún tiempo. No pudo. Quiso escapar y perderse en el mundo. Perderse de mí. Perderse de todo. El reloj cumplía su misión, marcando cada minuto y su corazón se mostraba preparado. Todo lo suyo aun estaba presente, aun esperaba que regrese.

Con su ceño fruncido, sus palmas tibias y suaves, y ese sabor de amargura embelesada con el deseo de volver, se alejó de nuevo. Cerró la puerta con la misma fuerza, mientras yo, desde mi cama, lo vi partir.

Vino a despedirse. A darme un beso y marchar.

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