jueves, 22 de abril de 2021

Una noche más

Cuatro patrulleros, una ambulancia, una docena de policías y el doble de vecinos curiosos. Dos agentes conversan acaloradamente con un hombre que parece sacado de una película de mafia serbia: campera de cuero negra y rotosa, jean holgado y zapatos de vestir y, lo más importante, la biaba. Agita los brazos y mueve las manos como si estuviera en un tablao. En diagonal hay otro personaje sentado al volante de un auto, con la puerta abierta. Este fue inspirado en un comic japonés: ojos enormes, boca pequeña, pelado y camisa blanca de cuello mao arremangada hasta los codos. Con los brazos cruzados y mirando al suelo, escucha atentamente lo que le dicen dos agentes. Culpable. Sin lugar a dudas.

De la ambulancia sale una persona refugiada dentro de un overol blanco, de esos que se usan en las plantas químicas, guantes de látex celestes y una máscara de protección que no deja ver su rostro. No podemos saber si es hombre o mujer. Aún así impone cierta autoridad por el solo hecho de tener un estetoscopio colgado al cuello. Todos hicimos silencio. La persona hace una seña a los agentes que intentaban calmar al serbio quien, más tranquilo, se sube a la ambulancia y desaparece por un buen rato.

Mientras tanto, en los balcones y en las veredas a los curiosos les faltan los pochoclos. Algunos acomodaron unas sillas y hasta llevan lo que estaban desayunando para poder seguir el espectáculo sin dejar atrás sus menesteres. Hay café, té, hasta mate y algunos panes con mermelada. Muchos se saludan a la distancia y en tono de chiste se dicen que cuando termine todo esto, se invitarán a desayunar a sus casas. Otros sacaron sus celulares para registrar el momento. Todos murmuran pues nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que pasa. Hay caras de preocupación, miradas prejuiciosas -todos pensamos que si una persona está con la policía, algo debe haber hecho-, pero, sobre todo, reina el miedo. Hay una pandemia dando vueltas. Nadie se olvida de eso a pesar de que la novedad del escenario nos distrae un momento.

En una de las ventanas del edificio de enfrente se asoma una pareja. Ella está vestida con ropa de él. Se nota porque la remera y el short de fútbol le quedan grandes. Es posible que sea la primera vez que están juntos. Tal vez la segunda. Y que no haya sido planeado. Ella sigue con el maquillaje intacto y un peinado hecho a las apuradas. Está descalza y con algo de frío, pero no se anima a pedirle a él que le preste un par de medias. Con cada sorbo a su café él aprovecha para observarla de reojo mientras sigue atento lo que sucede dos pisos más abajo. Ella quiere llorar. Él sabe por qué y le gustaría abrazarla pero se contiene para no asustarla. Ella se lo agradece en silencio con una sonrisa tímida y un suspiro revelador. Quisiera decirle que todo va a estar bien. Que eventualmente va a dejar de doler. Que nadie va a ser como vos y que, aún así, tu recuerdo va a dejar de ser la vara con la que mido a los demás. Es lo que me digo a veces, cuando tengo ganas de llorar mientras tengo puesta la remera grande, el short de fútbol y desayuno en silencio mirando a mi compañero de turno.

Oigo un ruido que viene de la calle. El caballero del auto se desmayó. Se escuchan más sirenas a lo lejos. El pánico vuelve a teñir el ambiente. Se puede ver también en los ojos de los policías. Se asoman hasta el serbio y la persona del overol. El tiempo se detuvo un momento. E inmediatamente se ve llegar otra ambulancia de la que, esta vez, bajan tres personas de traje blanco, máscara y guantes de látex. En menos de cinco minutos armaron una escena del crimen. A través de un megáfono pidieron a todos los vecinos que vuelvan a sus casas y no salgan hasta que se dé el visto bueno por parte de las autoridades.

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